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VIGEN DEL DULCE ABRAZO
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Cuando se evoca el nombre de una persona esto equivale, en cierta medida, a evocar a la persona misma: por ejemplo, cuando un hijo, que se encuentra lejos de su madre, en una tierra desconocida, la llama por su nombre, porque extraña su amor y sus caricias maternales: el solo hecho de pronunciar el nombre de su madre hace que, en cierta medida, esa madre se haga presente -al menos en el recuerdo, aun cuando no esté presente en la realidad-. Esto sucede porque el nombre del ser amado es guardado en el corazón con amor y es evocado también con amor y por eso la presencia virtual, en el recuerdo, es una presencia, un memorial, de amor: un hijo que recuerda a su madre, la recuerda con amor y el pronunciar su nombre y evocar su recuerdo, por medio del nombre, será también en el amor.
Así como ocurre entre los hijos de los hombres, así sucede también con los hijos de la Virgen, pero de un modo mucho más real, porque desde la cruz, Jesús nos dio a María por Madre, de modo que cuando pronunciamos el Santísimo Nombre de María, sabemos que contamos con la segura, amorosa y poderosa protección maternal de la Virgen, que se hace presente, de modo misterioso e invisible, pero real y cierto, para estar junto a todo hijo que la invoca en momentos de angustia y tribulación.
Esto es así porque Dios ha dado a los cristianos el dulce nombre de María como un tesoro para ser custodiado con amor en el corazón, y ha querido asociar al Nombre Santísimo de María gracias no concedidas a ningún santo y a ningún ángel, entre las cuales están las de ser Auxiliadora de los cristianos, Corredentora de los hombres y Medianera de todos las gracias, lo que significa que si la Virgen es invocada por sus hijos que habitan en este “valle de lágrimas”, la Madre de Dios no tarda en hacerse presente para auxiliar a sus hijos que se encuentran en peligro.
Esto es lo que hace que para un cristiano, el Santísimo Nombre de María sea más dulce que la miel y sea además, después del Nombre Tres veces Santo de Dios, el nombre a custodiar con todo celo y amor, con toda honra, respeto y honor, en el corazón y que sea evocado, como el nombre de Dios, solo para ser amado, venerado, honrado y alabado. Todo esto sucede con el Nombre Santísimo de María, porque la Virgen no es un mortal común, sino un ser muy especial, a quien Dios Uno y Trino ha dotado de gracias y títulos tan especiales como innumerables y esas gracias y títulos están asociados a su Nombre, así como su Nombre está asociado a su persona.
Asociados al Nombre Santísimo de María, se encuentran entonces numerosos títulos y junto con ellos, se asocian gracias enormes, admirables y maravillosas; gracias que se hacen presentes junto con la evocación del nombre y con la presencia de la Virgen, de manera tal que, al nombrar a la Virgen, se hace presente la Virgen y con Ella, los títulos y las gracias que la adornan.